07 setiembre 2006

contextos: El sentido de Dios

El sentido de Dios
de Laura Hillel - Wednesday, 6 de September de 2006, 23:54
 Cuando se dice que Dios no existe, se expresa desde categorías formales de ontología. Se pueden caer en muchas trampas del lenguaje si se mezclan estos ámbitos semánticos. Como parece ser el caso.

El error que comete el Idealismo desplegado en estas líneas, es que prescinde deliberadamente de la experiencia, hasta el punto que proclama este mundo como el mejor de los mundos posibles. ¿Qué es esto sino una pueril abstracción que priva a la vida de su más que evidente dramatismo?

Es absurdo a día de hoy, y tras repasar toda la historia de la filosofía y de la teología, decir que la Idea de Dios no existe. Existe y está ampliamente desarrollada desde muchas y diversas perspectivas; es casi tan evidente como el hecho de que existimos y de que también existe un mundo con el cual establecemos una relación de interdependencia –creativa o destructiva–.

El ateo niega la existencia de Dios, porque no tiene una experiencia directa de Él. No es algo a lo que pueda referirse como fenómeno directo. Para él es una nebulosa que afecta de distintos modos a determinados seres humanos. Y esta ambigüedad le hace sospechar sobre su existencia. No sospecha de la existencia de la Idea de Dios, ni tampoco sobre el sentimiento de Dios. Lo que cuestiona es su legitimidad para ser referido como realidad. El ateo baraja la posibilidad de que no exista tal fundamento ontológico, y de que todo se resuma en el devenir o en ciertas pautas evolutivas que no tienen que conducir forzosamente a un fin o sentido último de la historia (más que nada porque la ciencia ya ha dictaminado la caducidad de la estrella que llamamos Sol). También baraja la posibilidad de que no exista ningún deber moral absoluto, sino simplemente un conjunto de reglas éticas que emanan directamente y se justifican por medio de un instinto de autoconservación. El ateo, frente al creyente, sólo puede afirmar que a éste se le ha dado una certeza de la que él carece.
Y para terminar, quiero insistir en contra de este totalitarismo idealista: no existe ningún imperativo del Ser, ningún imperativo de Dios. Lo cual no quiere decir, en absoluto, que sea algo que se haya de resolver con un gesto puramente arbitrario. No; «la respuesta a una llamada, más que a una necesidad o a un imperativo, no es ciertamente un acto de arbitrariedad. El «¡sí!» del ser al ser es una opción sin garantías de inmutabilidad o irrevocabilidad y, no obstante –o justamente por eso- es nuestro abrirnos a una esperanza de ‘renovatio’ del mundo humano y del modo de pensarlo. A la vorágine de la nada y del mal, corresponde la vehemencia de la afirmación del ser en los diversos horizontes del sentido, no conciliables pero indisociables, de su necesidad, su finalidad y su libertad.» (Pietro Prini) O como decía Gabriel Marcel: «sería necesario que hubiera ser. Esto significa que la consistencia de lo real podía no existir, pero a la vez que el filósofo reclama su presencia con todas sus fuerzas», para «que así no todo se reduzca a un juego de apariencias sucesivas e inconsistentes o –como diría Shakespeare- a una historia contada por un idiota»; a una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada (Unamuno). Creo que aquí se vislumbra por qué es legítima, desde el punto de vista estrictamente filosófico, la cuestión del Ser y la exigencia de trascendencia, cuyo verdadero rostro no es otro sino la exigencia de Dios.

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