18 enero 2008

contextos: Los Cuentos de la Abuela Malcah: EL PATIO DE MI CASA

Los Cuentos de la Abuela Malcah: EL PATIO DE MI CASA
de Josefina Navarro - Friday, 18 de January de 2008, 02:57
 
Los Cuentos de la Abuela Malcah
 
EL PATIO DE MI CASA
 

 Cuando los Absurdianos llegaron a la Tierra, hace ya muchos siglos… (Nadie recuerda la fecha exacta, pero fue mucho antes de que un rey, bastante apuesto y muy pagado de sí mismo, ordenara al Astro del Día incorporársele, instando a sus cortesanos a que le llamaran el Rey Sol; también fue mucho antes de que el rey taciturno y delgado de un país situado al sur del anterior prohibiera al sol ponerse en su imperio. En fin, la fecha exacta no hace al caso). Como veníamos diciendo, cuando los Absurdianos llegaron a la Tierra, irresistiblemente atraídos por el azul de su nimbo, la sobrevolaron durante diez años mirándola con sus ojos y con sus cámaras, midiéndola con sus abrazos y con sus aparatos de precisión, analizando la atmósfera con palabras escogidas y alquimia de última generación, mientras les embargaba el asombro por el extraordinario parecido de este planeta con el suyo, situado en una lejanísima galaxia. El relieve, los mares, los paisajes, la órbita, el cielo nocturno, los días y las estaciones marcados por las dos grandes luminarias, ¡todo era igual! Comprendieron que no necesitarían mapas, ni guías, para orientarse y decidieron aterrizar con mucho júbilo y gran curiosidad.
 
 Dejaron pues su plateada cápsula al cuidado de los instrumentos de altísima tecnología que la condujeron hasta el Campo de la Estrella y prado a través, cantando, bailando, tocando flautas, zampoñas y pífanos, se encaminaron hasta un edificio que unos leñadores que salían de un bosque con aspecto cansado y cara de pocos amigos les designaron como el monasterio, habiéndoles recomendado silencio y discreción.
 
 Las flautas se alejaron de las bocas, las piernas adoptaron andares sosegados, las risas se apagaron y los cambios de impresiones tornáronse susurros.
 
 Al llegar al monasterio, los viajeros desistieron de llamar con la aldaba por el ruido que el golpe iba a producir y esperaron ante la puerta que apareciera alguno de sus moradores, deseando que, al igual que los leñadores, guardaran parecido con los seres humanos y se expresaran en un lenguaje accesible al Deseo de Comunicar que ellos solían utilizar para dialogar con los desconocidos.
 
 El sol, que todavía no había perdido la impertinente costumbre de ponerse en aquel país, se acercaba sonriente y lascivo a la línea del horizonte. Si no hubiera mediado la mirada que un monaguillo travieso echaba siempre por la ventana al atardecer, los Absurdianos habrían pasado la noche al raso, aguantando la helada que la Tierra pensaba oponer al ardor de su astro.
 
 Dos monjes bajaron a recibir a los recién llegados, junto con el monaguillo que venía dando saltitos y tarareando una melodía cuyos alegres acentos conmovieron a los Absurdianos. Pero estos tuvieron muy poco tiempo para gozar de placeres musicales: hubieron de prestar toda su atención a las palabras de los monjes quienes, a pesar de un enorme parecido con los seres humanos y de su cordialidad, emitían sentencias desconcertantes. Decían que los viajeros varones podrían permanecer como invitados en el monasterio durante todo el tiempo que lo necesitaran a condición de que fuera sin sus esposas. Ellas deberían cobijarse en un monasterio femenino ubicado a corta distancia.
 
 Ante el silencio de los forasteros, los monjes repitieron sus exigencias y las aclararon. Los Absurdianos, que habían dedicado 87 segundos a concentrarse sobre el Deseo de Comunicar para cerciorarse de que no se estaban equivocando de idioma, salieron por fin de su arrobo: para no contrariar a los anfitriones aceptaron risueños su peregrino requisito.
El monaguillo, encargado de acompañar a las Absurdianas hasta la segunda residencia, cogió de la mano a una de ellas que hizo otro tanto con una compañera, y ésta con la siguiente, de forma que el grupo se alejó formando una farándula que canturreaba en voz baja la canción del monaguillo – "El patio de mi casa es particular, pues cuando llueve mucho se moja la mitad…"-.
 
 En sus respectivas hospederías Absurdianos y Absurdianas recibían un buen trato; comían bien, dormían sobre jergones muy limpios y fueron obsequiados con ropa de lana rugosa y oscura acorde con el lugar. Endosaron aquella ropa en vez de la que traían de su planeta, sedosa y multicolor. Además monjes y monjas agradecían la ayuda que prestaban en las faenas caseras y agrícolas, permitiéndoles apiñarse tras una celosía para escuchar el canto gregoriano, que les maravillaba. Podían verse hombres y mujeres con ropas distintas los domingos por la tarde y si tenían alguna cosa urgente que transmitirse, el monaguillo estaba autorizado a servir de mensajero.
 
 Todo iba pues a pedir de boca en un ambiente de austera cordialidad a pesar de la sazón que trataba de insinuarse en los unos, por el anhelo de volver a gozar de su vida de pareja y en los otros, por la íntima indignación provocada por el jovial desenfado de los precedentes. Los primeros echaron mano del optimismo para evitar la desazón mientras que los segundos acudieron al ayuno y la caridad.
 
 Sin embargo, con el correr de los días los Absurdianos y Absurdianas comprobaron que, si bien en lo físico los Terrícolas estaban constituidos como seres humanos,  normales y correctamente proporcionados, su mente presentaba notables deficiencias. Parecían incapaces de concentrarse sobre el Deseo de Comunicar con el fin de hablar el idioma de sus interlocutores. No emitían ondas de alegría al respirar. Eran psíquicamente endebles, perdiendo a cada momento los tesoros más valiosos: perdían el juicio, así como suena. Llevaban el juicio mal amarrado a las neuronas y lo extraviaban a veces, cayendo entonces en un estado de escandalosa indiferencia frente a las bellezas de la vida, frente al delicioso deber de participar en el mantenimiento del pulso cósmico. En otras ocasiones en las que perdían el juicio eran presa de un frenesí incontrolado que les hacía semejantes a peleles agitados por manitas infantiles. También podía vérseles retorcerse y aullar de dolor o de ira sin que nadie les suministrara ningún "filtro de la serenidad" adaptado a la dolencia de su organismo. Tal comportamiento recordaba entonces a los Absurdianos el de unos lunáticos de la Vía Láctea que pasaban del llanto a la risa sin saber por qué, pero se habían negado con vehemente firmeza a que se les enseñara a mantener el equilibrio nervioso.
 
 Los Terrícolas perdían a menudo la esperanza, y perdían la confianza porque se les aflojaba con extrema facilidad su sistema de anclaje en el corazón. Además tenían alterados los circuitos térmicos, lo cual les hacía olvidar la sangre fría cuando más la necesitaban, les provocaba enfebrecimiento contumaz en presencia del oro y una quiebra casi instantánea de la compostura ante las contrariedades. Como es de suponer, perdían frecuentemente la dignidad.
 
 Al observar tan lamentables fallos, los Absurdianos ofrecieron ayuda para emprender de inmediato la búsqueda de esos tesoros perdidos. Explicaron que en su cápsula se encontraba la fórmula del tratamiento para sanar la psique. Los Terrícolas se echaron a reír tan jocosamente que ellos creyeron haber alcanzado el éxito con su buena voluntad y su optimismo, como era lo natural. Así es que revistieron su ropa multicolor y empezaron a cantar y bailar con el monaguillo, siempre a gusto en su compañía. Al sonar "El patio de mi casa…" acudieron los vecinos de las aldeas circundantes, mofándose y alardeando de singular ingenio en el uso de la chanza y de la befa. Los Absurdianos entonaron entonces un canto figurado en befabemí que tuvo el don de sosegar los ánimos. Aceptaron ser bautizados oficialmente con el ya conocido gentilicio de Absurdianos con que los monjes los venían designando desde su llegada. En su idioma interestelar no se llamaban así ni su planeta era identificado como Absurdastroide, pero los Terrícolas con mayúsculas sufrían limitaciones en la función lingüística por lo que nunca consiguieron memorizar y menos aún pronunciar, las cantarinas sílabas de los nombres auténticos.
 
 Con esto y con todo, los aldeanos no se dieron por satisfechos. Insultaban al joven monaguillo cada vez que se cruzaban con él. Llegaron a escarnecerle de modo tan cruel que una tarde, cuando regresaba al monasterio, lo hizo cantando "El patio de mi casa…" con sollozos en la voz. Los monjes y los Absurdianos se precipitaron a su encuentro para consolarle, pero a los pocos días los desmanes se repitieron. El pobre chaval cayó desmayado y ensangrentado antes de llegar al monasterio. Unos pilluelos le habían tirado piedras y los leñadores le habían propinado una paliza. Los Absurdianos advirtieron que los monjes tan hospitalarios y bondadosos que los albergaban bajo su techo estaban preocupados por la inminencia de represalias contra ellos. Se les acusaba de mantener trato diabólico con engendros satánicos de la Malignidad. Los Absurdianos decidieron marcharse. Dejaron la ropa rugosa para que la disfrutaran los siguientes viajeros, regalaron valiosos conocimientos a los monjes… (las Absurdianas, por cierto, también hicieron a las monjas hermosos regalos, que fueron recibidos con emoción, aunque no hay manera de saber en qué consistían, pues tanto las unas como las otras han mantenido el secreto). Los monjes les pidieron que se llevasen con ellos al monaguillo, cuya historia les contaron en estos términos:
 
 "Hace diez años, durante la guerra fratricida, nos lo trajo una pareja de criados que venía huyendo. Nos dijeron que el niño tenía cinco años y estaba loco. No sabía odiar, así es que le resultaría difícil, por no decir imposible, defenderse de la vida. Era el último retoño del linaje de los Buenos que vivían en el espléndido palacio que el tatarabuelo había dejado en herencia a su tercer hijo, desatando así la furia de los dos mayores, que decidieron llamarse, respectivamente, Excelente y Mejor, jurando sobre el pomo de la espada no unirse salvo para exterminar a los Buenos. También juraron mantener entre ellos a través de las generaciones, una enemistad perpetua hasta que uno saliera vencedor, adueñándose del palacio con su patio… Ese patio tan especial, particular, en cuyo centro manaba la fuente del Inocente Gozo y en el que crecerían algún día, según venía anunciado en los iluminados libros de la biblioteca los olivos de la Sonriente Paz. Los criados refirieron que, algunas semanas antes, Excelente y sus partidarios (los Excelentes) y el Mejor con los suyos (los Mejores) habían matado a todos los Buenos y destruido el palacio. Únicamente el patio seguía en pie, rodeado por las columnas de la memoria. Al niño habían podido salvarlo gracias a la ayuda de la Osa Mayor y la Osa Menor, que lo querían mucho porque acostumbraba a jugar con sus cachorros. Ambas cosas les habían prestado los Carros para el viaje guiándolos a lo largo de la noche. El niño recordaba el himno de su patio, pero estaba loco, no sabía odiar. Si los monjes no cuidaban de él, los Excelentes y los Mejores lo matarían pronto. Además no era indigente, ellos traían una arqueta llena de piedras preciosas para sufragar los gastos. Contenía las esmeraldas de la esperanza, los zafiros de la bondad, los rubíes de la justicia, los diamantes de la fe además de los topacios del perdón.
 
 Los monjes hospitalarios habían educado al niño, que se había convertido en el monaguillo ingenuo y alegre de quien ahora tenían que separarse con harto pesar de su corazón a fin de evitarle una muerte segura y dolorosa. Habían conservado intacta la arqueta de las joyas, la ofrecieron a los Absurdianos, pero éstos la dejaron allá para que eventualmente la destinaran a cubrir las necesidades de los pordioseros que suplicaran cobijo.
 
 En cuanto estuvieron a una distancia prudente de la comarca que abandonaban, los Absurdianos y el Monaguillo volvieron a cantar y a bailar. Así llegaron a un pueblo en el que reinaba un ambiente festivo, de buen augurio. Se acercaron a la Plaza Mayor y fueron invitados a la boda de la Condesilla que se celebró con grandes regocijos. Les encantó comprobar que los Terrícolas conocían el amor conyugal. En efecto, los novios estaban visiblemente enamorados el uno del otro. Los Absurdianos los agasajaron cantando poemas en su lengua vernácula y bailando con un garbo incomparable sus propias danzas nupciales. Tan contagioso resultó su alborozo que los Terrícolas también cantaron y bailaron sin perder el aliento, de forma que los festejos se prolongaron una semana más de lo previsto. Antes de que reemprendieran el viaje, la novia regaló a los Absurdianos la corona de azahar que ceñía sus bucles, como señal de que volverían a verse.
 
 Pasaron tres meses. Por lo general, los Absurdianos eran bien recibidos en pueblos y posadas. Se ganaban el sustento cantando y bailando. Se granjeaban la simpatía de comerciantes y artesanos porque atraían clientela y como no perdían ni la fe en la vida ni la esperanza de volver al firmamento sanos y salvos, la desgracia (aburrida y desanimada) se apartaba de ellos. De los Terrícolas, en cambio, no. No llevaban en la sangre los anticuerpos susceptibles de neutralizar las epidemias de odio y violencia, por lo que de tarde en tarde estallaba la guerra. Los Absurdianos se encontraban en los Montes de León cuando unos jinetes exhaustos de tanto cabalgar llegaron a un hospital con la noticia entre los labios: los Excelentes y los Mejores habían reanudado las hostilidades y el rugido del combate no tardaría en acallar el de las fieras. Y así fue.
 
 Los Absurdianos componían un grupo de treinta y dos personas en total, más el Monaguillo y unas cuantas docenas de almas generosas que se les habían unido. Para amansar la maldad desencadenada habrían necesitado más música de la que podían producir. Hubiera sido menester el entusiasmo de toda la población, vibrando durante días y días para que las ondas cortas, las cortitas, las cortísimas, aquellas capaces de penetrar hasta lo más recóndito del inconsciente, llegasen a la Tierra y curasen las mentes guerreras.
 
 Los Absurdianos se resignaron a invertir todas sus energías en un esfuerzo ciclópeo por aumentar su eficacia en tal labor de solidaridad.
 La guerra bramaba ya muy cerca. El fragor de las batallas cubrió sus melodías. Las invasiones y las huidas ocultaron las cadencias de sus bailes. Las polvaredas de sangre y sudor nublaron la vista de los linces, el estruendo de la caballería turbó el sueño de los peces, los silbidos de las flechas desequilibraron el vuelo de las águilas y el fuego destruyó el tesón de las cabras.
 
 Los Absurdianos procuraban aplicar a los Terrícolas el mismo remedio que aplicaban en su planeta cuando alguien enfermaba emponzoñado por el odio a sí mismo y a los demás, experimentando desconfianza, ira, recelo y un largo etcétera de toxinas que engendraban dolor y muerte. Era curado en pocos días (con alegría, amor, música y baile) y si le había llegado la hora de abandonar la dimensión carnal, el enfermo lo hacía con un dulce cántico antes de alejarse por el Cosmos entre los aplausos estelares mientras saludaba a los suyos al transformarse en una luz radiante que iluminaría para siempre la belleza del Cielo.
 
 En la Tierra todo era distinto. La guerra imperaba. Los torrentes de sangre anegaron el amor, los estandartes amordazaron la esperanza, las emboscadas reventaron el caminar, las lanzas y las espadas perforaron las súplicas y el horror del sufrimiento hizo ridícula la alegría.
 
 Los Absurdianos vivían protegidos por un círculo de ondas invisibles. Sólo podían penetrar en éste algunos Terrícolas bondadosos que ni empujaban ni golpeaban a los demás para tomar la delantera. En el interior del círculo eran atendidos, cuidados. Se les consolaba explicándoles que llegarían todos pronto al extremo oeste de la Tierra donde esperaba la cápsula plateada que detectaría el lugar donde se encontraban los Tesoros perdidos. El Monaguillo repetía: "están debajo de una losa en el patio de mi casa…", pero nadie sabía donde estaba el patio de su casa.
 
 Una mañana, el círculo se abrió para dejar paso a la Condesilla, recién casada y ya viuda, que refirió cómo había abandonado por un pasadizo secreto el Castillo del Altozano que se lamentaba por todas sus ventanas (Las vidrieras habían caído tronchadas en pedazos multicolores sobre los tocones de los árboles, incapaces de retener las flores cuando se habían desplomado las ramas y que corrían pendiente abajo, cual llanto incontenible, hasta embriagar con su perfume el río de sollozos ya privado de confianza en la existencia del mar: iba zigzagueando, sin rumbo, por el llano).
 
 Los Absurdianos siguieron el camino cantando, bailando, ayudando, consolando, hasta que una tarde avistaron el resplandor de su cápsula. Fue en ese mismo momento cuando las Absurdianas pudieron devolverle la esperanza a la Condesilla, anunciándole que sería madre en la época del próximo solsticio.
 A la mañana siguiente los Absurdianos y sus amigos llegaron al Campo de la Estrella. Allí estaba la cápsula, brillante, resplandeciente y … y por delante se alzaba un patio, cercado por columnas de mármol veteado, en medio del cual manaba una fuente y en cuyas esquinas se alzaban olivos frondosos que exhalaban paz.
 
 El Monaguillo cantando "El patio de mi casa…" tocó una columna, se arrodilló y levantó sin esfuerzo alguno una losa, descubriendo un hueco del cual escaparon, como palomas mensajeras que retornan a su nido, todos los Tesoros Perdidos. Incluso lo hizo la libreta con la fórmula del tratamiento que iba a curar para siempre a los Excelentes y a los Mejores de su enfermiza obsesión.
 
 ¿Será necesario añadir que la cápsula despegó a los sones de "El patio de mi casa…"?
 
Malcah

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