01 noviembre 2005

Kolót: la inmolación homicida (o la dudosa astucia de la sinrazón)

la inmolación homicida (o la dudosa astucia de la sinrazón)
de EduPlanet Rectorate (daniEl I. Ginerman) - Monday, 31 de October de 2005, 23:56
 

la inmolación homicida (o la dudosa astucia de la sinrazón)

Por Diana Cohen Agrest·

Para La Nación

 

Hegel creía que los grandes hombres no fueron sino meras herramientas al servicio de la historia, guiados por una especie de titiritero cósmico que iría moviendo los hilos de un proceso a lo largo del cual la libertad se iría realizando en el mundo, instalándose en los pueblos y en los individuos. También decía que “lo particular es, casi siempre, demasiado pequeño frente a lo universal; es así como los individuos quedan sacrificados y abandonados” en aras del devenir. Y que nada grandioso se realiza en el mundo sin pasión: los amores y los odios, los sacrificios y hasta las miserias de un Napoleón o de un Alejandro Magno no son sino momentos de esa liberación. Impulsados en su pequeñez por razones, las más de las veces tan egoístas como inexplicables, los grandes hombres fueron dirigidos por una especie de espíritu universal hacia la realización de dicho fin liberador. A este dispositivo cósmico, Hegel lo llamó “la astucia de la razón”.

Muy, pero muy distante de esas figuras, sin nombre, sin lápida siquiera, el suicida musulmán, en su inmolación homicida, es guiado por una razón pervertida, una sinrazón que pese a ser pensada, creada y dirigida por pasiones humanas, promete un más allá tan imposible de verificar como de falsar.Se dice que el suicida homicida es un tipo de bomba guiada por dos ojos y un cerebro. Antes de inmolarse, se graba un video donde se lo escucha afirmar: “Soy un mártir vivo”. El propósito de la grabación es doble: despedirse de su familia –que tras su muerte, ofrecerá una “celebración” donde es felicitada por sus allegados–. Pero fundamentalmente, la grabación frente a una cámara de video es un acto de compromiso personal que se hace público, y señala un punto de no retorno. A partir del acto suicida, y jerarquizados por su misión, se honra a sus familiares con honores y alabanzas, y se la recompensa –terrenalmente y al contado–. Y en lo que toca al más allá, se les asegura a setenta de estos parientes el privilegio de la vida en el paraíso. El atacante no se queda atrás, pues obtiene unos cuantos beneficios para sí mismo, entre otros, la promesa de vida eterna en el paraíso; el permiso para ver el rostro de Alá; y el servicio de setenta y dos jóvenes vírgenes que lo servirán en el cielo. Lo que no es poco.

Estas recompensas se enraízan en la cultura musulmana, donde la tradición del martirologio puede ser rastreada desde sus inicios. Mahoma guió a sus seguidores hacia la Guerra Santa, enseñándoles, según los versos del Corán, a luchar contra los infieles. En la aleya 74 de la sura 4 se lee: “Quienes cambian la vida de acá por la otra, ¡combatan por Alá! A todo aquel que combatiendo por Alá, sea muerto o salga victorioso, le daremos una magnifica recompensa”. La tradición sostiene que toda vez que alguien muere, un ángel se hace presente y lo interroga sobre los pecados cometidos con el propósito de decidir si es merecedor del paraíso o del infierno. En una muerte por martirologio, el alma no se confronta con esta angélica investigación, y accede directamente al paraíso. Así se explicaría, en parte al menos, que los ejércitos musulmanes pelearan en defensa de la fe, amparados en la creencia de que todo aquel que pereciese en batalla, tendría garantizado su acceso al paraíso.

 

 

La vida devaluada

 

Pese a que, en principio, quitarse la vida o quitar la de los otros es haram (prohibido por la religión) y, dado este estatuto, requiere del permiso divino, en este escenario sacrificial, amparados en su fe y en la protección de Alá, todo aquel que participa de un ataque no es considerado un suicida, sino un mártir que lleva a cabo el cumplimiento de un mandato religioso durante la Jihad o “Guerra Santa”. Las razones que legitimarían los suicidios homicidas tras el velo de un encomiable martirologio presentan más de una arista. Una de ellas alega una suerte de “estado de necesidad” fundado en la existencia de una situación excepcional en la cual, ante un grave peligro, se prescinde de la ley y se excusa el daño inferido. Es así que excepcionalmente, durante la Jihad, el suicidio y el homicidio son permitidos, dado que esta situación es considerada un caso extraordinario. Jihad significa literalmente “hacer un esfuerzo”, luchar. Es un concepto muy importante del Islam que no significa exclusivamente luchar en el campo de batalla, sino que también se vincula con los actos de purificación espiritual individual, y con el esfuerzo por mejorar la calidad de vida de la sociedad. Dado que quienes se enrolan en esta clase de actos aspiran, en principio, a ascender junto a Alá en el más allá y a luchar en contra de la opresión de su pueblo en la vida terrena, con su muerte ambos propósitos asociados a la salvación se cumplen.

Por cierto, en el marco políticamente radicalizado del Islam, los ataques suicidas no son vistos como actos cobardes –como se los retrata a menudo en Occidente– sino como una forma de resistencia, a su juicio, legítima. Violencia mediante, esta forma radicalizada del fundamentalismo islámico como movimiento trasnacional confiere a lo que no es sino un grupo minoritario, una ideología de resistencia que aspira a perpetuar una identidad tradicionalmente ajena a la libertad. Pero, según solía citar Hegel del Cantar de los Cantares, “no hay nada nuevo bajo el sol”: el filósofo alemán sostuvo que las culturas de Oriente habrían representado la infancia de la humanidad, caracterizada por la ausencia de libertad. Los orientales, advertía, no saben que el hombre como tal es libre, y, como no lo saben, no lo son. El individuo, pues, es absorbido por el Estado y en la relación individuo-colectividad prevalece la comunidad.

Es sabido que el temor a la muerte fue uno de los grandes motores de la historia. Pero el terrorista suicida venció ese temor. Y en rigor de verdad, el poderío del terrorismo islámico radica en su persuasión de que la vida no vale nada, una creencia donde no sólo se transgreden los límites de la racionalidad sino los del más elemental instinto de vida, compartido por el hombre con todas las otras especies de la naturaleza. Pero ese acto sacrificial deviene otro instrumento político en manos de poderosos, donde se transgreden las normas éticas más básicas: el respeto de la vida del otro.  

La guerra, al fin y al cabo, es un asesinato en masa legitimado, donde -según la expresión de Jean-Paul Sartre–, son los ricos los que hacen la guerra y los pobres los primeros que mueren por ella. Y es un asesinato sea cual fuere su estandarte. Se ha dicho que Occidente está cosechando locura. Ha sembrado locura y recoge lo que sembró. Y para peor, continúa sembrando locura: en el nuevo escenario de Londres, un inmigrante brasileño comete el pecado de portar ropas holgadas y una mochila al hombro. Confundido con un terrorista, es víctima de un “error”. Es cierto: nadie puede saltar más allá de su propia sombra, y carecemos de la perspectiva que sólo otorga la Historia para poder juzgarla. Pero carentes de grandeza, tan distantes de los grandes hombres como los mismos suicidas, difícilmente los protagonistas de Occidente de esta gesta sean dirigidos por algún espíritu universal. Espíritu neutralizado si lo hay, casi reducido a la nada, o simplemente en descanso sabático. La astucia de la razón sustituida implacablemente por una dudosa astucia de la sinrazón. O sea, una razón pervertida que, en lugar de encaminarse hacia la libertad, en estos tiempos de apocalipsis bacteriológico, se encamina hacia su ocaso.



·La autora es Dra. en Filosofía y profesora del Depto. de Filosofía de la UBA.

No hay comentarios.: