KI TISSA: Cuestión de Cultura, por Malcah 5768 de Josefina Navarro - Wednesday, 20 de February de 2008, 22:04 | |
B''H De Malcah para la Quevutzah 17 de Adar I 5768 23 febrero 2008 KI TISSA Cuestión de Cultura
Hace años, se empleaba a menudo, en España por lo menos, la expresión: "hacerle el padrón a alguien" para designar la groserísima costumbre de acosar a la gente a preguntas sobre su vida privada. Con el tiempo, esta frasecilla cargada de leve irritación ha ido desapareciendo de las conversaciones, tal vez por lo gratificante que resulta hoy día el tiempo pasado a la espera de que un tablón luminoso indique el número inscrito en un papelito que llevamos apretado en la mano derecha. Entonces podremos acercarnos a la ventanilla número x para solicitar el certificado de empadronamiento, siempre que enseñemos nuestro documento de identidad con su número. Estar empadronado es todo un privilegio porque, aunque parece fácil, hay "vagabundos y otra gentes de mal vivir" que no lo consiguen. Si no nos gusta el padrón es que nos falta cultura. Lo sabemos por la cantidad de veces que los medios de comunicación, los llamados "media", nos recuerden que no aceptar con profundo gozo las exigencias de una administración que nos despoja de nuestra propia vida con sus circunstancias, para reducirnos a una acumulación de datos, es prueba inequívoca de carencia cultural. Pues según este criterio, a Moshé Rabenu (nuestro maestro Moisés) debía de faltarle cultura puesto que escuchó la Voz del Eterno que le dijo: "Censa a los Hijos de Israel, pero velando por el pago de un rescate para cada uno de ellos y evitarles así la muerte por haber sido empadronados". ¡El empadronamiento asimilable al asesinato! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Les faltaba cultura a aquellos antepasados nuestros que habían sido esclavos o les sobraba. ¿Quién sabe? Porque a los esclavos se les cuenta y se les recuenta a cada momento. Son números, no personas. Una muestra de cultura por el estilo se dio en el siglo pasado: a los nuestros, y a otros se les tatuaba su número en el antebrazo. Los autores del invento decían que al oír hablar de cultura sacaban la pistola, pero sus herederos parece que se lo piensan. En fin, ahora somos cultos, cultísimos: el padrón tiene buena fama y nos abre las puertas de una vida digna, con derecho a voto, a prestaciones, asignaciones económicas, etc todo lo cual no obsta para que el Eterno ordenase que se rescatara a los individuos que lo sufrían. Y aquí viene la pregunta: ¿Por qué es tan asesino el padrón, llámesele censo, documento de identidad, o lo que sea? En cuanto aparecen los números referidos a los seres humanos, la muerte esté llamando a la puerta. El mismo rey David fue incitado por Hahem, que estaba airado contra Israel, a censar la población. El castigo fue una peste que provocó el fallecimiento de setenta mil hombres. La primera respuesta que se puede dar a la pregunta que planteamos es que el Eterno prometió que la descendencia de Abraham Abinu sería más numerosa que las estrellas del cielo y la arena del mar. Por lo tanto, no se la podría contar, ni se debía intentarlo siquiera, porque, en buena lógica, solo se puede contar lo que se considera limitado. De hecho, nuestra falta de cultura nos obliga a constatar que el censo, bajo todas sus formas, es propio de países llamados "desarrollados" donde los nacimientos escasean por las prácticas anticonceptivas, la infertilidad creciente y los abortos. Se palian los efectos de la catástrofe con la llegada masiva de inmigrantes que, una vez empadronados, irán adquiriendo la cultura suficiente para pagar hipotecas y controlar los nacimientos. La Torah afirma que el recuento de una población, acarrea su mengua. Pues, parece que es verdad. ¡A ver si se va a resultar que el Eterno sabe lo que dice! Habrá quien nos objete que la prohibición de censar se refiere sólo a los Benei Israel. Esto es lo que me enseñaron a mí. Pero este planteamiento tropieza sobre el obstáculo que a continuación vamos a mencionar y que se resume en una pregunta: ¿Cuál es el país que no cuenta a hijos de Israel entre su población? Judíos sabedores de que lo son, practiquen o no practiquen el judaísmo, los hay en todos los países del mundo. No digamos descendientes de judíos por vía materna ininterrumpida que ignoran este pormenor de su identidad. También los hay, porque muchas congregaciones forzados al exilio por circunstancias económicas o políticas quisieron mantener su cohesión y se instalaron en barrios que facilitaban a su habituales relaciones de vecindario, las cuales, incluso fuera de toda vida religiosa, favorecían cierta endogamia. Resumiendo: nadie, al censar una población, puede estar seguro de hacer recuento de Benei Israel. Viene luego una segunda razón para explicar la prohibición del censo, cuando éste no viene formalmente ordenado por el Eterno y no es llevado a cabo en las condiciones que El estipula. Es la que hemos apuntado más arriba, como de pasada, pero que requiere atención; seguramente contenga el secreto de la vinculación existente entre el censo y la muerte. Como lo veníamos diciendo, censar a una población, empadronarla, es reducirla a una interminable sucesión de números o, para hablar con total propiedad, respetando la etimología griega del vocablo, una larga teoría de números. Para los griegos, y mucho antes de designar una organización de conceptos en torno a determinados puntos de vista o fenómenos, una teoría era una procesión en honor de los ídolos. Que los ídolos no andaba lejos de la Cultura esgrimida a cada momento como logtipo del pensamiento ortodoxo, todo era cuestión de razonarlo (ya veo que algunos de vosotros sonriéndose como mi amigo J.B. que es un alma superior y un grandísimo rabino, aunque no hay manera de que se desprenda de su admiración por los griegos "que eran amantes de la belleza" sí la belleza que consiste en medir pechos, cintura y caderas, a ver si cuadran los números.) Pues bien, el censo priva a los seres humanos de su vida, los designa como números, no como personas procedentes de la luz del alma, expresada en el latido de corazón. El censo ignora el impulso del ser hacia la unificación con el Creador de la Vida. Es odioso el hecho de saberse reductible y reducido a dígitos, que no a cifras significativas como lo son las de nuestra Santa Kabbalah, sino a "números" insulsos e intercambiables. Imaginad, un momento, por favor, que yo vaya a la oficina del padrón para explicar que me voy a ver en la obligación de mudarme al nº 41 de mi calle, abandonando el 39 en el que mi hijo y yo nos cobijamos actualmente. (No es cierto, e sólo un ejemplo). En la oficina del Padrón me pedirán algunos papeles y luego me informarían de que el monto de mi impuesto sobre bienes inmuebles no iba a variar porque los dos pisos son iguales. Yo no tendría opción a explicar que no, que no son iguales, por que éste del 39 es la casa donde viví con Diego, donde él, cuando a estaba muy enfermo, fue a cerrar la ventana en el cuarto del chico para que el violonchelo no se enfriara, donde rezamos juntos la shemá por ultima vez no puedo decirles estas cosas porque el tablón luminoso ya está señalando el número siguiente. Probablemente, el hecho de saberse censado produzca en la psique humana una profundísimo dolor, manifestado en un rechazo visceral que, quizás, produzca más esterilidad que los vaqueros demasiado estrecho para el derecho de la anatomía masculina a gozar de cierta holgura. Cuando el ser humano intuye, siente, comprende, que le han despojado de su vida, es presa de una desesperación tácita, vergonzante y como clandestina inculta, e suma que le desconcierta, le abruma y transforma su auténtico deseo de vivir en apetencia por todo lo que se puede conseguir a cambio de dinero, por el Becerro de Oro, por el dinero, las drogas, el juego o el sexo light, sin amor. En latín, como en las lenguas románicas, por supuesto, la voz "número" cuenta entre sus derivados, no sólo economía, sino también "moneda". ¡Una moneda, una moneda de cambio! En esto se convierte el ser humano cuando le censan y le empadronan. La moneda es el dinero, es el oro de los intercambios comerciales, el oro de los ídolos, el oro del Becerro, aquel bicho exánime, forma maciza e inerte que enloqueció a una buena parte de los Hijos de Israel, porque se podía ver y tocar. Era sólo forma, igual que las personas degradadas por el censo hasta quedarse en un conjunto de números. Todos cuantos han visto derribar a una estatua han quedado bastante asqueados al contemplar la fealdad de su interior, por el aspecto satánico de unos cuantos trozos de hierro que componen el armatoste y se revelan de repente como estructura de la nada. Esto es lo que hacen con nosotros cuando nos numeran y esto es lo que hicieron los hebreos con su alma cuando, recién salidos de Egipto, exigieron a Aarón la fundición del Becerro de Oro. No es pues de extrañar que el párrafo alusivo a la veda del censo y el que relata el episodio del Becerro se encuentran en la misma parahah y a muy poca distancia el uno del otro. Ambos se refieren a la ruptura de la unidad que supone la exclusión del fondo a favor de la forma. Si nos preguntamos ahora por qué goza muy fácilmente la forma de tanta predilección por parte de la debilidad anímica, el primer atisbo de respuesta nos vendrá de su aspecto restrictivo. De los cinco sentidos que conforman nuestra percepción del mundo, la forma sólo apela a dos, como ya hemos señalado: el tacto y la vista. El oído, el olfato y el sabor que no permiten delimitar la captación de los mensajes quedan fuera de su ámbito. Son demasiado inquietantes en su inmaterialidad. La forma maciza, compacta, estática y muda, en principio, no reserva sorpresas. No es como la voz, la voz que, eventualmente, puede atreverse a enunciar que un piso no es igual a otro no es como el olfato que puede traer efluvios del Paraíso o relente del Infierno y habrá que escoger tampoco es como el sabor que transforma la ingesta de calorías computables en asunto subjetivo de deleite o asco. La forma es securizante. La vista permite reproducirla y la habilidad manual fabricarla y palparla. Por lo menos era así en los tiempos antiguos, cuando la momentánea ausencia de Moshé fue interpretada por los pusilánimes como un regate de la forma. En la actualidad la presencia de los sentidos que tradicionalmente habían presidido a la constitución y captación de la forma, se ha esfumado, dejando paso a la sublimación ya demostrada en Ki Tissá: el predominio de los números sobre las exigencias vivenciales, la alegría del corazón y la exaltación del alma. Sin embargo, como todos sabemos, el baile de la borrachera acompañada de las correspondientes vomitonas alrededor del Becerro inanimado conoció un rápido final. Así pues, más dichosos nosotros que los hebreos liberados de Egipto, sabemos que Moshé siempre baja del Sinai con la Torah en las manos, y si rompe las piedras, en el estallido de legítimo furor, volverá a subir, a escuchar la Voz del Creador y volverá a bajar las Lujot (Tablas) de la Vida para guiarnos y protegernos en el camino de la Unidad que lleva al Corazón de Haqadosh Baruj Hu. Esto nos lo facilitará siempre la observancia del shabbat, que viene encarecida muy intensivamente entre el párrafo de padrón y del Becerro, lo cual no es ninguna coincidencia. No hay coincidencias en la Torah. El shabbat es el tiempo de la vida interior, de la reflexión, el tiempo de la libertad. Quien lo observa con piedad nunca caerá en las trampas de materialismo, por mucho que se disfracen de cultura. ¡Bendito Sea Hahem, Guardián de la Libertad! |
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